No se confundan ni por un segundo: no hay ningún cambio de comportamiento ni de actitud en el voto psiquiátrico de los argentinos. En esta tan argentina euforia electoral que se percibe hoy lunes, me pregunto si lo elegido en 2019 no habrá sentado una dinámica irreversible en la que inexorablemente perderemos todos, un sendero ya definido dos años atrás, a pesar de la algarabía de hoy. Parecería que ayer perdió el peronismo y ganaron los de enfrente. Utilizo verbo condicional porque los argentinos siempre ayudan al peronismo a resucitar una y otra vez de la mano de su próximo ángel alado y celestial, aquél que en breve se presentará en sociedad y volverá a conquistar el amor criollo hablando de lo que hoy padecemos en tercera persona como si no hubiera tenido nada que ver con la realidad, todo un clásico argentino. Noto mucho júbilo de quienes proclaman victoria esgrimiendo una frase que vengo escuchando cada vez que el peronismo pareciera quedar derrotado: «esta vez, los argentinos cambiaron», «esta vez, los argentinos priorizaron la república», «esta vez, blablablá, sarasa, blablablá». La realidad es que «esta vez» será idéntica a «las otras veces». Bastará un poco de frustración para que los argentinos vuelvan a erigir a alguna mutación del peronismo.
¿Quién perdió? Es una monumental ingenuidad suponer que el peronismo se termina. Lo que definió esta elección es un hecho simple, repetido y sumamente primitivo: «sobró polenta y faltó el asado prometido». Esta es la recurrente expresión del argentino que vota en una única dimensión psiquiátrica: «la frustración de su bolsillo». Mucha locura en cada voto, mucha virulencia en cada elección que nos conduce a senderos potenciales de volatilidad infinita. Gran parte del país no entiende lo que una república significa y aún si lo comprendiese no le importaría demasiado tal como demostró en su votación de 2019, por lo que en esta elección como en todas las anteriores dominó el enojo y la frustración, otro gran clásico argentino. Siempre se vota en castigo al status quo, de ahí que se entiende por qué tanta pendularidad ante una realidad que empeora permanentemente. No importa quién esté al mando, la frustración no se soluciona dada la decadencia económica de Argentina desde 1930 y la falta de compromiso una vez que se escoge una alternativa que promete cambio, tal como la que ayer se eligió. Somos un cuento chino en permanente estado de ebullición que se sacude rabiosamente todo el tiempo sin poder avanzar ni un paso.
La elección de un cambio es sacrificada en esencia. Muchos de los que estaban enojados con Macri en 2019 votaron a Alberto y muchos de los que hoy en 2021 no votan a Alberto lo hacen en reacción a un nueva ola de enojos: «péndulos de un lado al otro del espectro político». No hay nada de altruista ni de ideológico en el voto promedio argentino y de esta forma, lo que hoy se vota puede no votarse en un ratito no más. Ningún político que se postule podrá mejorar el bolsillo de los argentinos inmediatamente y entonces: ¿qué hacemos? ¿De qué sirve la elección de ayer si en un rato vuelve la frustración?
No importa lo que se haga, todo dolerá pero alguna vez habrá que empezar. En medio de esta pendularidad que aburre y que no nos permitió progresar ni un centímetro en décadas, ahora nos enfrentamos con un país que deberá tomar decisiones en tres frentes notablemente significativos y urgentes: fiscal, monetario y endeudamiento externo. En la dificilísima coyuntura actual es altamente probable que los últimos bonos reestructuradoras deban volver a ser reestructurados, circunstancia que anticipa el mercado con rendimientos que ya superan el 20% y paridades entre 40 y 35 dólares, todas cotizaciones de potencial default. Se abren aquí tres escenarios posibles.
Primero, si empieza a corregir. Bajo este escenario se podría alcanzar una coyuntura en donde la inflación sea alta pero no explosiva de caras a 2023. Noruega no vamos a ser pero al menos no volaríamos por el aire.
Segundo, no se corrige nada y seguimos como estamos. Bajo este escenario la coyuntura se deterioraría aceleradamente con chances ciertas de terminar en una crisis macroeconómica estilo 2001.
Tercero, no se corrige nada pero se impone un «mega cepo total», un escenario al que podemos denominarlo «estrategia Bilardo con los once colgados del travesaño» tal como hicimos en Italia 90 con la diferencia que no tendríamos ni al Diego, ni a Caniggia, ni al Goyco en este caso. Bajo este escenario de «todos colgados de un caño» se intentaría arrimar al 2023 y que la bomba le explote al que sigue con el altísimo riesgo de no llegar porque dos años en esta Argentina esquizofrénica son una eternidad bíblicamente cósmica.
En este contexto, no hacer nada también implica ajustar dado el permanente deterioro de las variables macroeconómicas y los costos que la misma genera en los argentinos. Se hace especialmente imperioso contener la emisión monetaria y para ello hay que corregir el déficit fiscal, especialmente tarifas. Este aspecto debería ser controlado inmediatamente ahora que ya se terminó la urgencia electoral. Parecería que Argentina no tiene opción para seguir intentando este modelo de caras a los dos años que siguen. Si no hacemos una corrección inmediata, Argentina muy probablemente entre en una crisis cuya intensidad y velocidad tiene a esta altura parámetros desconocidos lo cual lo torna en un escenario de «incertidumbre infinita» con una variable temida y seguida por todos: «la cotización del dólar».
Un esófago muy empachado. Argentina es un país que viene empachado de exceso de gasto público y distorsiones externas desde hace décadas por lo que tiene una indigestión contenida que tarde o temprano deberá convalidarse. Literalmente, el modelo actual dejó de funcionar, se rompió e insistir con la misma receta sólo agravará las cosas. Tarde o temprano, por las buenas o por las malas, Argentina deberá corregir su crónico exceso de gasto pero en la realidad actual dicha decisión se torna en sumamente dolorosa. Las razones son varias y lamentablemente operarán en forma simultánea.
Reducción de gasto con tres restricciones de dimensiones enormes. Primero, a la luz de nuestros recurrentes defaults, no habrá financiamiento externo desde Wall Street hacia la Argentina por un largo tiempo. Muchas veces que se decide ir por un ajuste fiscal se utiliza como colchón de corto plazo un aumento de endeudamiento que «aliviane» el dolor de la corrección hasta que la economía comience a mostrar señales de mejora. Dicho colchón no existirá esta vez porque los argentinos somos hacia el mundo el cuento de la buena pipa en temas de deuda. Segundo, otro colchón que se podría utilizar como amortiguador sería un incremento fuerte de inversiones que neutralice el efecto recesivo de un ajuste de gasto. Nuevamente, a la luz de nuestra permanente pendularidad y con una coyuntura que promete exhibir una incertidumbre infinita, la inversión extranjera no existirá. El principal enemigo de la inversión es la incertidumbre y a nosotros nos va a sobrar volatilidad por largos años. Tercero, el COVID en emergentes y en Argentina en particular, ha generado una dinámica con tendencia a la recesión por muy largo tiempo. De manera tal que Argentina debería encarar un ajuste de gasto en un contexto recesivo lo cual la complica muchísimo. Insisto, no hacer nada en este contexto también implica ajuste. De ahí la noción de «incertidumbre infinita».
Hacia el nacimiento del nuevo ángel alado peronista. El estado de deterioro de nuestro país en todos sus frentes torna a la corrección en obligada y urgentísima pero a la vez en sumamente dolorosa. Vuelvo entonces al principio de este ensayo: a la luz del júbilo electoral y de todas las sarasas de «cambio para siempre que ya se escuchan», ¿cuántos argentinos son conscientes de lo que habrá que bancar a la oposición esta vez para corregir el rumbo? Si no fuimos capaces de hacerlo en 2019, ¿por qué lo haríamos ahora? ¿Pudimos haber definido en 2019 la inexorable dinámica de un escenario en donde ya perdimos todos?
(*) Director maestría en Finanzas, Universidad de San Andrés – Publicado: El Cronista.