Mar. Feb 11th, 2025

Cuando era niña, existía en los juegos de mi infancia, sobre todo los que requerían de destreza física y cierta astucia, como la mancha o las escondidas, la figura del “mantequita”.

El mantequita era aquel que por su edad o por su escasez de recursos, en comparación con sus pares, se lo exceptuaba de ciertas reglas de juego pero aun así se le permitía jugar. El mantequita se encontraba en una especie de limbo, ya que estaba pero a la vez no estaba en el juego, en tanto no era como un jugador más. Cualquier acción que éste realizaba, por más que sea acertada, simplemente no valía: “Fulanito es mantequita, no vale”, decían los demás niños.

No todos los mantequitas eran iguales. Estaban los que sentían que la condición de mantequita atentaba directamente contra su dignidad pidiendo ser valorados y reconocidos como a un par. A la vez, existían los mantequitas que disfrutaban plenamente del placer que implica vivir libres de reglas. Estos últimos corrían para todos lados, descubrían antes de tiempo a los escondidos y no respetaban ninguna consigna porque en definitiva ellos estaban exceptuados de estas ¿entonces por qué las habrían de respetar?

La diferencia fundamental entre estos dos tipos radicaba en que los del primero sentían su condición como una injusta desigualdad y exigían que se les dé el mismo lugar de jugador que a los demás. En cambio, los del segundo tipo se empecinaban en empantanar el juego, como quién dice en “patear el tablero”. Es que ante la condena de pertenecer a una liga inferior, se las ingeniaban para hacerse notar, porque en el fondo también exigían, a su manera, un lugar.

Ahora bien, ¿qué paralelismos se pueden trazar entre el recuerdo de esta figura de la infancia con el abordaje que antes de la Ley Nº10.450 recibían las personas adolescentes no punibles? ¿Qué ocurría en los casos en donde eran acusadas de haber cometido faltas graves como una violación o un homicidio? ¿Qué consecuencias tenía la no participación en el proceso penal, en la vida de aquellas que sentían la necesidad de defenderse ante una acusación semejante? ¿Quién escuchaba a las que en sus actos de transgresión denunciaban la disconformidad ante las desigualdades sociales o quizás la necesidad de un límite que contenga la propia hostilidad? ¿Qué lugar había para la palabra de las víctimas de los delitos y su búsqueda de la verdad?

En el marco de la derogada Ley Provincial Nº 9.324, las causas de los no punibles se archivaban luego de haber mantenido una entrevista con el Equipo Técnico Interdisciplinario del Juzgado. Se les notificaba a la persona adolescente y a su familia con una copia de una resolución que no resolvía las cuestiones atinentes al hecho, la autoría o la participación en el mismo. Dicho papel simplemente refería a una decisión de política criminal, que se traducía en el archivo de las actuaciones bajo un sobreseimiento por no punibilidad y la derivación al Órgano Administrativo de Protección (el Consejo Provincial del Niño, el Adolescente y la Familia, Copnaf) si se advertía situación de vulnerabilidad.

Este trámite burocrático tenía un efecto simbólico devastador en las víctimas, ya que veían incumplidas las promesas de justicia y verdad que el sistema judicial como guardián del pacto social debería representar.

Entonces, hasta el momento previo a la entrada en vigencia del nuevo procedimiento penal para personas menores de 18 años de edad en Entre Ríos, a estas no se le daba lugar a la posibilidad de defensa en juicio ni tampoco a las víctimas para la averiguación de la verdad, necesaria en un camino de reparación simbólica.

Si tenemos en cuenta que el psiquismo se constituye a partir del intercambio con el otro (personas de cuidado, maestros, grupos de pares, instituciones del Estado etc), en el caso de estos “mantequitas”, el estar en el juego pero ser un jugador de inferior categoría, en donde los propios actos no tienen valor para nadie, francamente los situaba (a ellos y a las supuestas víctimas) en un lugar de no reconocimiento subjetivo.

Para implementar políticas públicas o legislar sobre cualquier aspecto de la vida de una persona adolescente, es necesario conocer y comprender cuáles son las características de este período de desarrollo en el que los duelos y las resignificaciones de aquello conocido cobran relevancia, sobre todo, en lo que respecta a procesos identificatorios. Estos últimos tienen como escenario la confrontación entre el mundo adolescente y el mundo de los adultos.

En este periodo la sexualidad irrumpe y se organiza en torno a la genitalidad y por primera vez se cuenta con la capacidad psíquica y física de concretizar, con fuerte impacto en la realidad, actos hostiles y sexuales por fuera de toda prohibición social. Es por ello que uno de los conflictos nodales con el que deben lidiar en esta etapa de su desarrollo vital podría enunciarse de la siguiente manera: sucumbir ante las propias pulsiones sexuales y hostiles o ceder a las restricciones que le impone la cultura logrando satisfacciones parciales, “ajustadas” a lo que establece la comunidad.

Este ceder o renunciar estará condicionado por el ingreso al pacto de convivencia social que implica necesariamente el interiorizar una prohibición. La ley se sitúa en el lugar de una renuncia al «todo lo quiero todo lo puedo», es decir se renuncia a una satisfacción (un goce) que busca concretizarse en la realidad sin rodeos ni límites.

Ahora bien, como consecuencia del conflicto arriba descripto advertimos la naturaleza transgresora de este periodo (transgresión que no siempre implica delito y muchas veces aparece como energía transformadora de la realidad), en donde los jóvenes se pasan gran parte del tiempo confrontando con el mundo de los adultos, señalando sus contradicciones, denunciando sus incongruencias y tratando de imponer nuevas miradas.

Dicha confrontación es necesaria para el paso a la vida adulta y requiere, como condición de posibilidad, una figura de autoridad lo suficientemente flexible pero también consistente que pueda sostenerla. Si esto no ocurre, ¿qué pasaría con el psiquismo de una persona adolescente? ¿Podríamos hablar de un despliegue saludable de su subjetividad sin uno de los pilares estructurantes de la misma, como son los límites que impone la realidad? ¿Qué pasaría si ante hechos aberrantes que atentan gravemente contra las leyes que posibilitan el lazo social, la Justicia como representante privilegiado de la prohibición, no tenga nada para decir adolesciendo en su función?

Entonces, volviendo a las preguntas iniciales: ¿cómo afecta a las personas imputadas, a las víctimas de los hechos (muchas veces menores de edad)  y a sus familiares el silencio de la Justicia ante un horror que no se puede tramitar por el orden simbólico que acompaña la vía de lo legal? ¿Qué ocurre con las personas adolescentes si no se las enfrenta con la verdad de su acto o no se les permite defender de tamaña acusación? ¿Qué ocurre con las víctimas de los delitos cuando se les niega el acceso a la verdad?

Culpables

En el caso de las personas adolescentes que efectivamente han sido autoras de los hechos que se les imputa y advierten que no existen consecuencias en su vida cotidiana; hemos observado que en algunos casos se produce una posición cristalizada en un lugar de omnipotencia (fantasía propia de este período vital de desarrollo) en donde aparecen sensaciones de triunfo sobre el otro, creyendo que todo es posible de hacer, aún a costa del sufrimiento del semejante; también aparece la reiterancia delictiva o patologías como la depresión producto de no existir un lugar institucional adecuado para abordar el horror que el propio acto conlleva.

Inocentes

Si nos encontramos con un caso de inocencia y no se le da lugar a la palabra en el escenario judicial, no solo se arrasa con la posibilidad de la defensa en juicio sino que se contribuye a procesos de estigmatización social, ya que un sobreseimiento por no punibilidad nada dice acerca del estado de inocencia de un sujeto. Además, es práctica común que cuando acontece un hecho grave se tomen medidas de protección excepcional con argumentos que disfrazan una respuesta, que en el fondo no es más, que de aquietamiento a la conmoción social.

Debemos tener en cuenta que el estigma social en casos de gran conmoción, se genera muchos antes de que el joven atraviese el proceso penal y justamente el atravesar el mismo puede acotar ese estigma o incluso hacerlo desaparecer si se comprueba que no hay elementos que inculpen a ese joven.

Si tenemos en cuenta que la adolescencia es el periodo donde más se trabaja en la construcción de la identidad, ¿cómo afecta al sentimiento de sí el estigma  ante la duda por la culpabilidad?

Un abordaje posible

Entonces ¿cuál sería la importancia subjetiva de atravesar un proceso penal con todos los derechos y garantías que se encuentran contemplados en la Convención de los Derechos del Niño?

Unicef, en un documento redactado con el fin de dar a conocer los conceptos básicos que rigen las normativas internacionales en torno al proceso penal juvenil, sostiene que: “La justicia penal adolescente tiene que convertirse en un escenario para que el joven pueda comprender las consecuencias que su conducta ha tenido sobre las víctimas, directas o indirectas, ya que sólo así podrá incidirse en la asunción de su responsabilidad y en la promoción de cambios de conducta.”

Un adolescente es acusado de violar a su hermana, otro de matar a su novia de un disparo en la frente, otra de matar a una amiga a golpes. ¿Dónde queda alojado ese acto? ¿Desde qué marco las instituciones del Estado pueden brindar un adecuado tratamiento del tema? ¿Debe recibir el mismo abordaje alguien en situación de vulnerabilidad que no cometió un delito, que otro que sí lo cometió?

Las leyes de protección de derechos de la infancia en buena hora abogan por deslindar las cuestiones de índole asistencial de las de tipo penal. En estos casos, ¿podemos decir que un trabajo pertinente con estos adolescentes sea desde un enfoque netamente asistencial? Entonces: ¿con qué opciones contamos para abordar estas situaciones concretas?

Se adelanta posición al afirmar que el encierro claramente no es una opción. Unicef, en el documento mencionado, sostiene que la privación de la libertad en un centro de régimen cerrado es una medida excepcional porque, de conformidad con numerosas investigaciones empíricas llevadas a cabo en la última década, el aislamiento de una persona que está en proceso de formación, lejos de promover cambios positivos de conducta, contribuye a su desarraigo, a su estigmatización y a su desocialización.

No obstante ello, los hechos de transgresión que atentan contra las leyes simbólicas que dan fundamento a la civilización (prohibición del incesto y prohibición parricida) en tanto ambas regulan las pulsiones hostiles y sexuales de los hombres, marcan un antes y un después en la vida de estos adolescentes y la sociedad no debe ser indiferente a ellos.

La propuesta de la procesabilidad regulada en la ley entrerriana ante situaciones realmente graves reafirma el rol de la Justicia, ya que mediante el señalamiento jurídico de autoría surge una respuesta posible a los fines de restituir simbólicamente la prohibición a partir de la cual se concretiza la convivencia en comunidad. Por otra parte, se le otorga lugar a la palabra de la persona adolescente en el marco de un proceso penal y se le asegura su derecho a la defensa, aunque el fin que se persigue de ninguna manera sea la sanción penal en términos de encierro sino una sanción simbólica que señale que lo que él hace importa y le importa a sus semejantes.

Dicho señalamiento de autoría implica un movimiento hacia la salud psíquica en tanto la resolución judicial otorga un reconocimiento subjetivo a partir del cual se lo supone responsable de sus actos ante él mismo y los demás, renunciando a la idea del menor incapaz o del ciudadano de inferior categoría.

Declarada la autoría, se podrán trabajar, desde el Órgano Administrativo de Protección de Derechos, procesos de responsabilización subjetiva en un marco de coherencia simbólica y no como ocurría en el pasado en donde se realizaban intervenciones invasivas de la intimidad de las personas a partir de un juicio de sospecha acerca de la culpabilidad.

Aún en los casos en que se considere una vía pertinente la implementación de medidas en el marco de la justicia restaurativa se torna necesario averiguar la autoría y participación en el hecho. ¿Cómo trabajar sino un proceso de mediación, pedido de disculpas, conciliación o reparación de un daño con personas que no han tenido ninguna participación en el conflicto que se pretende abordar?

Si bien debemos distinguir entre los conceptos de no punibilidad e inimputabilidad, a los fines de pensar en procesos de responsabilización subjetiva, comparto las palabras de la psicoanalista Amelia Imbriano   ya que nos brindan elementos para trabajar con “los mantequitas” del derecho penal juvenil:  “(…)la misma cultura que les otorga un nombre y un lugar, es la que debe, en el caso de un hecho delictivo, no desdecirse de la función que la constituye, considerándolos “incapaces”, sino todo lo contrario: apostar a pleno a la palabra, a la denominación, a la demarcación de lo prohibido, a la funcionalización de las normas de la propia cultura. La falta de sanción, de sanción del Otro, deja a los niños por fuera de la posibilidad de acotamiento pulsional que la operación jurídica otorga al sujeto.”

Por último, si responsabilidad implica dar respuesta por lo que se dice y hace, es un concepto que alude no sólo a las personas adolescentes. En este sentido los adultos responsables debemos replantearnos en el caso de los adolescentes no punibles que han cometido delitos aberrantes, qué y cuál va a ser el sentido de lo que vamos a responder.

Por Luciana Sarmiento (*)

*) Luciana Sarmiento es psicóloga. Texto publicado en el libro «Proceso penal para personas adolescentes», dirigido por el juez penal de Niños y Adolescente Pablo Barbirotto.

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