Por Mercedes Funes (*)
La actriz y modelo murió hoy después de una agonía inmerecidamente larga. Era hermosa por encima de los estándares, pero sin embargo sintió la presión de intervenir su cuerpo y cayó en manos de un médico inescrupuloso. Era también muy inteligente: no es absurdo que aún siendo tan bella se sintiera “insuficiente”
Silvina Luna era hermosa. Naturalmente hermosa. Fue esa belleza natural la que la hizo destacarse por sobre todas las demás en Gran Hermano, hace ya veintidós años. Ella tenía 21 y la misma frescura con la que hasta hace pocos meses, con su salud ya en jaque, habló de la crueldad con la que era tratada en las redes, incluso cuando todo el mundo sabía que el calvario que atravesó con entereza desde 2011 había sido provocado por una mala praxis en un procedimiento estético.
El nombre del verdugo que le provocó daño renal crónico al inyectarle metacrilato en el cuerpo también lo sabemos. Aníbal Lotocki es el mismo médico al que acusó públicamente el querido productor de moda Mariano Caprarola antes de morir, hace sólo quince días por lo que se supone que fueron complicaciones derivadas de una intervención similar a la que se le practicó a Silvina. El mismo médico que camina por la calle impune y siguió operando hasta hace poco tiempo. El que tenía la autoridad de su supuesto conocimiento e hizo que personas sanas, bellas y luminosas como Silvina y Mariano, que buscaban un cambio físico que no puede juzgarse, se pusieran en sus manos y confiaran en él genuinamente.
Pero hay otro fantasma del que hablaron las dos víctimas fatales, y es el de la mirada social que sí juzga sin piedad las decisiones y los cuerpos ajenos. Silvina lo hizo con toda claridad desde su Instagram en un reel que compartió hace cinco meses: “Yo por ahí estoy más curtida, pero hay muchas chicas adolescentes a las que un mensaje tan dañino las puede matar. […] Buscando mi valía en lo exterior, tomé una decisión y hoy me hago cargo de las consecuencias. Me encantaría regalarles –dijo entonces con una generosidad todavía más grande que su dolor– que puedan mirarse interiormente y darse cuenta de que esa valía no está en si tenés la cara más redonda o si estás más gorda o más flaca. No se opina de los cuerpos”.
Lo había dicho también por esos días en una entrevista con María Laura Santillán en Infobae que ahora cobra el valor de la trascendencia (y también de lo irreversible): “Yo caí en la trampa de los estereotipos. Que no existen en realidad, pero quería verme de determinada manera. Estaba en una etapa de teatro de revista, trabajaba con el físico. Yo creía que quien era no era suficiente”. Ella, justo ella, radiante, perfecta, no se sentía suficiente.
Por eso tiene tanto sentido su mensaje para las adolescentes. Si hasta ella “cayó en la trampa”, ¿qué podía, qué puede quedar para las otras? ¿Cómo no caer, si hasta lo hacemos las que no vivimos expuestas a las presiones del medio? ¿Cómo no caer cuando no sólo aprendimos otra cosa, sino que la nueva pedagogía no logra ir de la mano de un cambio verdadero y nunca alcanza con repetir que no se opina sobre los demás o que todas somos hermosas?
Es una paradoja que también contó ella misma: su carrera, que comenzó en un reality que era “la vida misma”, se catapultó con la publicidad televisiva de un tratamiento para adelgazar. El público la había visto subir de peso en vivo –y quejarse por eso– dentro de la casa y su cambio corporal –si se ponía siliconas o se veía más atlética– era parte de lo que la volvía cercana: todos los días del otro lado de la pantalla y frente al espejo, millones de mujeres (y también de varones y personas no binarias) lidiaban –lidiamos– con las imposiciones sobre la belleza. Ella lo hacía a la vista de todos.
“Caí en la trampa de los estereotipos”, repetía con franqueza Silvina cuando todavía esperaba el milagro de un trasplante que le salvara la vida. Según los últimos datos de centros especializados, la Argentina es el segundo país después de Japón con más casos de Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA). Una de cada tres personas –en su mayoría mujeres– crece y padece a veces toda su vida una relación problemática con la comida. Los discursos, como vimos estos días, se replican en la tele pero también en los consultorios médicos, esos lugares donde deberían cuidarnos y no “inyectarnos muerte”, como se lamentaba Mariano.
Vivimos en un mundo –¡en un país!– en el que es muy difícil incluso para los anónimos quedar al margen del juego adictivo y perverso de la exposición. En un mundo donde las chicas comienzan a operarse en la adolescencia, casi como un rito de iniciación: el pasaje a la adultez es aprendiendo que somos insuficientes y que la belleza es tan artificial como la inteligencia y requiere dolor y muchos filtros. En un mundo donde las anónimas sabemos que más allá de las palabras y las buenas intenciones, la apariencia –¡todavía!– nos abre o cierra puertas en el trabajo, en la vida social y en el amor. ¿Cómo no iba a caer en la trampa Silvina –¿cómo no ibas a caer, hermosa?– si desde la platea las propias mujeres escrutábamos casi por deporte cada centímetro de su cuerpo tallado, cada posible pozo de celulitis en su cola de concurso surfer?
Ahora lloramos y nos horrorizamos ante la tragedia de una mujer joven, bella y adorada mucho antes de las cirugías criminales que terminaron por matarla después de una agonía injusta y pública –otra paradoja sin sentido, la de encontrar la fama y la muerte a la vista de la audiencia –. Pero nunca fue más fácil culpar a la víctima, a las víctimas: hasta ella misma se responsabilizó a sí misma por haber tomado la decisión de operarse, cuando hoy es tan obvio como inútil recordar que no lo necesitaba.
¿Acaso tenía escapatoria trabajando en el teatro de revista, con su cuerpo? El culpable tiene nombre y apellido, no hay dudas sobre eso, ¿pero cuánta responsabilidad nos corresponde por seguir sosteniendo esos estereotipos de belleza inalcanzable hasta para las mujeres más espectaculares? Una vez más: Silvina no se hizo famosa por fea, y sin embargo ni eso la liberó del juicio de los otros ni del suyo propio.
“Yo creía que no era suficiente”. Vuelvo a escucharla con María Laura y se me caen las lágrimas. Parece increíble al verla, hermosa incluso en su cuerpo castigado: ¿cómo iba a ser insuficiente una de las chicas más lindas entre las lindas? ¿Cómo iba a ser insuficiente alguien que ya estaba desde el vamos por encima de cualquier estándar, quizá una de las humanas más cercanas a la Barbie estereotípica?
Silvina, además de hermosa, era muy inteligente. No es ninguna locura ni una distorsión absurda que sintiera que necesitaba someterse a infinidad de tratamientos para sostener su carrera de actriz y modelo. Hace unos meses, cuando ya estaba internada, escribí en esta columna sobre una serie de notas de The Economist que me llamaron la atención, donde diversos analistas consultados concluían algo que es evidente a la luz del drama que nos conmueve hoy: la experiencia de tener un cuerpo insuficiente para el mundo que habitamos es “personal, pero a la vez universal”. Bajo el título “Economía de la delgadez”, la publicación aseguraba que “es económicamente racional que una mujer ambiciosa intente por todos los medios posibles ser más flaca” y que “para una mujer obesa, perder peso puede aumentar su salario tanto como obtener un Máster”.
Repito lo que pensé entonces, nada es suficiente en un sistema que nos mercantiliza mientras nos vende mensajes de autoaceptación. La obsesión es generalizada y nos atraviesa a todas las edades, pero no es algo enfermo, sino casi una cuestión de sentido común. No nos sentimos suficientes porque nunca lo somos. Esa es la trampa de los estereotipos de la que hablaba Silvina: llegar a un lugar de privilegio –su nombre en la marquesina de un teatro y una carrera ascendente en los medios, lograda con esfuerzo– pero sabernos siempre poco, siempre en falta, siempre menos de lo que deberíamos o de lo que se espera de nosotras. Llegar porque aprobamos el examen de los estándares de belleza del momento, pero temer siempre que no alcance. Saber que no alcanza.
Es demasiado triste porque el final era impensado viendo a esa chica de barrio que se reía con toda la cara y hacía chistes en la casa de Gran Hermano. El dolor –tan tremendo, por tanto tiempo– por el que tuvo que pasar Silvina es –fue– sólo de ella y de sus familiares y amigos. Pero el mensaje que intentó dejar hasta último momento, sobre todo para las más chicas, es parte de nuestra tragedia colectiva: la trampa es demasiado grande para poder evitarla y no alcanza con cumplir al pie de la letra con todos los estándares. No alcanza con nada. No alcanza con la vida ni con la muerte porque el juicio continúa.
Además de la Justicia que no se le dio en vida para que todo el peso de la ley caiga por fin sobre su verdugo, a Silvina –a su memoria, a la tristeza enorme de los que la acompañaron en su lucha inmerecidamente larga– le debemos sobre todo una reflexión sincera, como lo fue ella, y un cambio mucho más rotundo que las apariencias.
(*) Publicado por INFOBAE